Ya dijo un excelente compositor que la felicidad es una pistola caliente. Aunque sea algo que siempre he tenido en mi lista de cosas que nunca debo hacer, aquí estoy escribiendo estas líneas con mi cañón aún humeante. Empiezas garabateando un papel cuadriculado mientras tu profesor repite una y otra vez la misma lección de todos los días y terminas inyectándote palabras y tinta en vena. Nada más puedes hacer cuando el destino había planeado darte la espalda y revolverte los intestinos. Quejarte, aullar como un perro herido y atrapado por octava vez en el mismo cepo, viajar una y otra vez por el país del déjà-vu...
Piensas que las metáforas rebuscadas no te van a llevar a ninguna parte, que causarán el mismo impacto que unas palabras directas y atronadoras, sangrantes y pesadas. Hablar se convierte en un capricho para ricos y prefieres quedarte en la cama y dejar que la música te hable. No recuerdas nada y lo recuerdas todo. Volverás a ver el infierno una y otra vez de una forma clara y transparente, mientras los días caleidoscópicos se asemejan a ciertos momentos de tu infancia (No entiendo qué está pasando ni me interesa. Seguiré flotando en mi mundo de héroes y villanos). Rezas por una lobotomía, aunque Dios se haya convertido en Satán. Vomitas. Crees que el corazón saldrá disparado de tu pecho y te esfuerzas por vomitar aún más. Que se esfume todo. La destrucción es tu nueva religión. Ni optimismo ni pesimismo. Ya no quieres mirar atrás, pero tampoco hacia delante. Sólo disfrutar de la blanca realidad, fácil de ensuciar y difícil de limpiar. Sabes que todo tendrá un fin, y el paso intermedio te llevará a coger un pincel y rellenar los huecos que buena o malamente consigas dejar intactos.
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